Algo grave debe estar sucediendo cuando un actor del calibre de Manuel Porto muestra un desdoblamiento tan luctuoso. Cuando nos parece, tanto como nunca antes, que Fina Estampa y todo lo kitsch de Wolf Maya nos provoca un efecto curativo en tiempo de digestión.
Cuando nos alegra que el jueves Griselda gane la lotería agónicamente, mientras nos importa un bledo que Justino naufrague el viernes próximo enredado con una tromba, o que Marina invente una vacuna contra el machismo basada en hipocampos, y reciba como Dios manda un diploma de la ANIR entregado por Tamara Castellanos.
El encuentro cálido, en un clima fraternal y de respeto mutuo, del elenco de la telenovela cubana En fin, el mar con Edith Massola, es particularmente un tramo del programa 23 y M donde nos compadecemos de Ángel Bonne, autor del tema musical de presentación y despedida y, en general, de la banda sonora. Bonne, sobrecogido en su butaca de Arte en La Rampa, intenta protegerse del suave ataque conjunto de unas actrices y la escritora de la serie, Eurídice Charadán, quienes lo señalan con el dedo acusador por haber compuesto una canción machista para el fin de cada capítulo.
Bonne dice que se le ha juzgado mal y a la ligera, que su letra se inspira en el personaje de Justino, interpretado por el veterano de mil contingencias audiovisuales, Enrique Molina, versado en roles como el que le endilgaron esta vez, de nuevo. Quienes han visto a Molina actuar, saben al dedillo que, si el libreto ofrece un protagonista cabeza de familia, un macho alfa resabioso al borde del infarto, ese sin duda lo va a tomar él. A Molina se le da excelente lo de estallar por momentos hecho una bola de furia, con venas, ojos hinchados y demás habilidades histriónicas. Verlo de Lenin, a estas alturas, es disonante, aun con los raptos que puede haber tenido el comunista ruso en su efusión por el proletariado.
De nada le serviría una defensa numantina a Bonne: La prensa la emprenderá en su contra y la canción de despedida será remplazada. En 23 y M, la escritora había aprovechado para comunicarle a la audiencia que la telenovela fue hecha con un propósito feminista (de ahí que no cupiera bajo ningún pretexto la letra de Bonne), como una denuncia a patrones socioculturales machistas y enraizados, lo cual honestamente, según está planteado el guion, no es algo que la audiencia llegue a sospechar.
Mejor que la autora hubiera dicho que la telenovela era una gran metáfora de Cuba –el modelo patriarcal de la familia protagonista, la rigidez, el totalitarismo, la actitud de “en mi casa mando yo” y, cuando no te guste, lárgate o, como bien canta Bonne, ve bajando, etcétera.
En fin, el mar nos refresca la duda de cuánto se necesita seguir realizando producciones nacionales, cuánto se ahorraría –dinero y bochornos– Cuba renunciando a estas definitivamente y, en lugar de financiarlas, seguir importando de Brasil las frivolidades románticas de Wolf Maya.
Hace unos años, el ICRT dio cristiana sepultura al espacio televisivo de las aventuras, después de una emblemática sucesión de fracasos que empezó quizá por el pecho paseriforme y desnudo de Caleb Casas en El elegido del tiempo (tanto peor al recordarse que su antagonista era un hercúleo Vladimir Villar y que había una criatura maquillada probablemente con un pelmazo de acuarela y papel higiénico, llamada Rupert) y culminó por todo lo alto con un Audi derrapando sin ton ni son en un descampado y un indígena con laptop en una cueva de la tierra –¿distópica?– de Saimanda en El guardián de la piedra.
La novela, sin llegar a esos niveles de ruina, no deja de ser otra prueba de una gran crisis nacional de creatividad, dentro de la que pueden influir la emigración, la estrechez de los pagos y la censura, los cuales no tienen por qué determinar nada por sí solos, como sí lo hace –y lo ha hecho– la mediocridad. En fin, el mar vuelve a ser irrespetuosa con la audiencia, superficial, de mal gusto, mal planteada; pero, sobre todo, resulta, en contradicción respecto del fin que nos quiso vender una de sus guionistas, una reproducción del machismo cubano.
Es una serie que trata de exponer, supuestamente con mirada crítica, ese lastre histórico, conectando varias historias periféricas cuyo núcleo son las vidas de los pescadores en Batabanó (nunca lo mencionan salvo en los créditos; las esponjas dan otro indicio).
Tenemos a la familia protagónica, la de Justino, un padre intolerante, hueso duro de roer, quien no permite que ninguna mujer de su casa cumpla con otros trabajos que no sean sus ocupaciones domésticas. El macho alfa pelea contra la voluntad de una de sus hijas, una madre joven y divorciada que desafía al viejo capitoste por la sola acción de procurarse un trabajo en una empresa pesquera. La hija tiene que cumplir las reglas y sanseacabó.
Según la guionista, hubo aquí la intencionalidad de una trampa dramatúrgica (un anzuelo, para ser más coherentes): La gente creyó que el principal era el personaje del actor Alberto Joel García, e iría cayendo en la cuenta de que era Marina, o la actriz Dalaytti Martín. En 23 y M, Dalaytti admitiría que no tiene formación de actriz, sino que es música de profesión.
La familia cubana agradecería cualquier alimento televisivo que le administraran en horarios post-noticieros, cualquier trama baldía; la gente, que ha resistido estoica varios años de bodrios políticos y culturales sin considerar apenas la falsa libertad del zapping, no quiere reaccionar con exigencias a un asunto en el que ya transigió: ahora la gente asume que el tiempo de las buenas telenovelas es agua pasada. No parece tener solución y no parece que a nadie le preocupe encontrarla. De este modo nocivo, Cuba ha venido funcionando en muchísimos otros sentidos.
Lo que realmente importa es que la novela no acierta nada en un interés reformador. Las situaciones interpretadas son las cotidianas que hemos naturalizado erróneamente por siglos: el acoso, el piropo y la mujer sumisa, la mujer pendiente de su marido más que de su propia vida, que le lleva el plato a la mesa en tiempo, prepara su baño y le masajea los pies. En la trama de En fin el mar padres, hermanos y maridos que se expresan como propietarios de sus hijas, hermanas y esposas, juzgando cada una de sus acciones, sometiéndolas, decidiendo por ellas en tono agresivo. Las mujeres aparentan estar a gusto, sin chistar. No parece así querer indignarnos, ni provocarnos.
Entre los trillados problemas de vivienda, promiscuidades y groserías, las víctimas no son tales. Eli es una rubia subida de tono, medio putesca en su comportamiento según los modelos de nuestra cultura, que aparentemente da motivos al esposo para que la trate como a una mosca. Los otros machos lo desaprueban y se mofan de la infidelidad nunca demostrada de su mujer, y él descarga la furia en ella. Tal como está presentada, ella, más que causarnos apego o solidaridad, inyecta ganas de también echarla de la casa, con todo su lazo moteado y sus gestos ñoños. A ora su novio la irrespeta y luego ella lo acoge con suavidad en casa. Una tercera a la que su marido ignora olímpicamente, mientras ella con él es toda de miel. Marina, además de insípida, no tiene un conflicto por el que debamos creer que es una mujer sufriendo el ordenamiento de una sociedad. Ella misma parece no estar muy enterada la mayor parte del tiempo.
Mujeres mancilladas que aparecen siempre ahí para su varón, bajo la autoridad de esposos y parejas por cuya atención compiten. No hay víctimas porque tampoco hay victimización. No hay denuncia porque tampoco hay denunciantes. No hay emancipadas porque tampoco hay emancipación.
Hay una cuenta pendiente con los personajes en general: tendrían que, primero, humanizarlos. Trabajarlos desde la arcilla textual del guion, pero igual sobre la escena, sobre los ambientes. Paradigmático es el Raskólnikov de Dostoyevski: el lector puede notar en su propio organismo cómo se siente un joven que no es un asesino, después de asesinar: la culpa, la enfermedad y tal. En telenovelas, está la brasileña Lado a lado, en que se paladea la amarga opresión del negro, la segregación histórica, el pensamiento esclavista que persevera y la lucha ardua de la mujer por reclamar sus derechos y posicionarse. Incluso, podemos nombrar a Oshin, ya que no hay corazón sensible que no se ablande por la esforzada japonesa. Sin proponérselo, Bonne fue menos machista que En fin… y, Oshin, mucho más feminista.
Oshin supera a la cubana por otro lado en materia técnica (que no es lo mismo que tecnológica): los encuadres de la nuestra mutilan a los actores y actrices, un brazo picado por aquí y una pierna por allá, o están inclinados con descuido; la fotografía es menesterosa, palurda, los planos detalle infunden miedo y no precisamente por los objetivos de la cámara. En el diseño de presentación, sin embargo, la fotografía es su parte más defendible. Aunque se asemeja a un video publicitario de turismo, y es uno de los pedazos que menos relación guarda con la novela: es uno de los pedazos menos machistas.
Tomado de Oncuba