Asistir al referendo que convoque el Gobierno cubano para aprobar las reformas a la Constitución es una opción digna de ser tomada en consideración.
Hace algo más de una semana, el destacado periodista independiente Reinaldo Escobar publicó un artículo de título intrigante: “El monosílabo rebelde”. Cualquier duda se despeja al saber que este último es el vocablo “no”. Ésa sería la respuesta que, según la tesis que desarrolla el colega, conviene dar en el referendo que se convocará con el fin de aprobar los próximos cambios en la llamada “Constitución socialista”.
El anuncio oficial al respecto lo hizo el general de ejército Raúl Castro Ruz al clausurar la nueva legislatura de la Asamblea Nacional. No es la primera vez que el actual jefe supremo se pronuncia en ese sentido: en esta ocasión, se limitó a repetir lo que en abril de 2016 ya había informado sobre el particular ante el VII Congreso del partido único.
En un párrafo feliz, Escobar plantea con claridad el dilema que surge entre quienes están en desacuerdo con ir a votar “no”: “Del otro lado, los adversarios del sistema expondrán sobradas razones para no acudir al referendo, dejar la boleta en blanco o inscribir el lema de su iniciativa opositora en la hoja que depositen en las urnas. Una diversidad de propuestas que se vuelve contraproducente en este caso particular y permite a las autoridades difuminar el disenso”.
El quid del asunto radica en las diferentes alternativas existentes. ¿Ir o no a votar? Y si se va, ¿cómo hacerlo? Al menos en esa ocasión, ¿lograrán las diversas fuerzas prodemocráticas consensuar una posición común?
Algunos han considerado muy importante la pregunta que se formule en el referendo. Su actitud ante esa consulta, dicen, dependería de los términos de esa interrogante. Al respecto, cabe suponer que los cubanos debamos responder a algo así como: “¿Aprueba usted las reformas a la Constitución…?” Dentro de esto, caben dos variantes: una consistiría en referirse sólo a las enmiendas aprobadas en principio por la Asamblea Nacional; la otra dependería de que se publique el texto íntegro de la carta magna ya modificada. En este último caso, podría inquirirse si el elector aprueba o no esa nueva variante de la “superley”.
Detalles aparte, confieso que no me preocupa demasiado lo que el régimen someta a la decisión formal de la ciudadanía. Para mí, lo que en verdad importa es que se formulará una pregunta a la cual, por definición, podrán darse dos respuestas contrapuestas: “sí” o “no”. Los castristas —sin dudas— la redactarán pensando en una contestación afirmativa, y pedirán a sus súbditos que actúen de ese modo. También harán una intensa campaña de agitación y propaganda en tal sentido. Por ende, cualquier elector, al preferir la variante opuesta, expresará (y lo estará haciendo, además, de una manera clarísima e indubitada) su rechazo al sistema imperante.
Las alternativas al uso del “no” implican problemas diversos, y cada una de ellas expresa una postura que podrá ser opositora en su intención, pero que siempre será menos intensa y definida que el empleo del aludido “monosílabo rebelde”.
Si no se acude a votar, los que actúen así por estar en desacuerdo con el régimen quedarán mezclados con los restantes ciudadanos (incluyendo castristas) que no concurran por estar enfermos o de viaje en el extranjero. También con algunos fanáticos religiosos que equiparan al Estado con Satanás y no participan en elección alguna, así como con los meros inconscientes (de esos que hay en todos los países) que no ejercen su derecho al voto sólo por ahorrarse la molestia.
Los que dejen su boleta en blanco se mostrarán indecisos; no habrán votado a favor del régimen, pero tampoco en contra. Los que se limiten a escribir el nombre del movimiento opositor de sus simpatías o la consigna que éste les indique, sólo pondrán de manifiesto la multiplicidad de las propuestas alternativas existentes, a menudo contradictorias entre sí.
En estos últimos casos, no importará cuán grande haya sido el heroísmo desplegado por los militantes de la organización contestataria en cuestión, ni el acierto o profundidad del lema que se escriba en la boleta. El propósito de expresar que se está en contra del régimen será conocido sólo por el mismo votante y la mesa del colegio electoral. Y ni siquiera hay seguridad de esto último, pues es más probable que, en lugar de ponerse a leer lo escrito, quienes realicen el escrutinio, en su apuro, se limiten a constatar que el elector no ha marcado ni “sí” ni “no”, y en consecuencia declaren nulo su voto.
El número de los que actúen de este modo se mezclará en las estadísticas con el de los atolondrados que marquen las dos casillas. Y con el de los aberrados que aprovechen el secreto del sufragio y el anonimato de la boleta para escribir en ésta palabras obscenas o dibujar un gran pene en estado de erección (conductas inciviles éstas que, dicho sea de paso, desde la época prerrevolucionaria han representado una constante en las elecciones cubanas).
Todos los anteriores quedarán englobados sin distingos en el acápite de “boletas nulas”. Éste consistirá en una fría cifra que, como es lógico, no podrá contarse como de opositores al sistema. Los únicos que sí serán considerados sin dudas (y con toda la razón del mundo) como tales, serán los que voten por la negativa.
En un reciente trabajo publicado en CubaNet, la colega Miriam Celaya se refiere al enfrentamiento entre quienes “asumen el reto como una oportunidad de decir NO al régimen, al unipartidismo y al socialismo obligatorio” y “aquellos que […] eligen desgastarse en la descalificación de los primeros, acusándolos de pretender ‘legitimar’ la dictadura”.
A los que piensen de este último modo, yo sólo les pediría que actúen de manera consecuente y que, por ende, proclamen y declaren de manera pública que quienes en Chile aprovecharon la consulta popular convocada por el gobierno de Pinochet para decirle que no, también estaban “legitimando la dictadura”…
Conviene aclarar una cosa: quien esto escribe lleva decenios sin participar en los comicios convocados por el castrismo. Y no sólo he actuado de ese modo, sino que he publicado diversos escritos explicando que ello se debe a que el actual sistema electoral nacional está viciado en su misma raíz.
Las nominaciones de candidatos a delegados municipales se realizan mediante votación pública. Esto, en un Estado-policía como Cuba, implica que los ciudadanos, acoquinados por el aparato represivo, se cohíban de levantar la mano en apoyo de algún candidato independiente que, por excepción, ose presentarse en determinada circunscripción. Esto quedó demostrado en el más reciente proceso de ese tipo, cuando ni uno solo de los cientos de activistas de “Otro 18” y “Candidatos por el Cambio” que lo intentaron fue nominado.
Como resultado de lo anterior, en las elecciones municipales sólo cabe escoger entre varios infelices —ninguno de ellos opuesto al poder— que nada o casi nada podrán resolver.
En el caso de las elecciones para diputados y delegados provinciales, la burla llega al colmo: el número de los postulados es igual al de los cargos a cubrir. Además, si no se sufraga por ninguno de los candidatos, se considera que el ciudadano no ha expresado su voluntad de manera clara, y la boleta se declara nula. Sólo son válidas aquéllas en las que se vota por al menos uno de los gobiernistas postulados.
O sea, que para asumir una postura un poco contestataria, hay que convertirse en cómplice del régimen y aprobar de manera expresa al menos a uno de quienes éste postuló. Por consiguiente, nada hay que ir a buscar ahí, y la participación en esa farsa electorera en verdad sólo sirve para legitimar al régimen.
Pero en el referendo estamos en presencia de una situación diametralmente opuesta. En este caso, sí existe la posibilidad de expresar un claro rechazo al sistema marcando la opción negativa, que es una de las dos existentes, y es válida. Eso explica que el autor de estas líneas, al tiempo que se opone en forma decidida a la participación en la versión actual de las llamadas “elecciones” castristas, sí respalde la asistencia al referendo para que se apoye el “no”.
Por supuesto que la aceptación de este desafío traería aparejada una serie de dificultades. Resulta obvio que la campaña precomicial equivaldrá a una pelea de león contra mono amarrado. El régimen contará con todas las posibilidades que le brinda el control absoluto de los medios de difusión masiva. Desde ellos, le será fácil desatar una abrumadora campaña de propaganda por el “sí”. Los agitadores castristas, con el desparpajo que los caracteriza, no vacilarán en equiparar el voto afirmativo con el patriotismo y la dignidad.
Pero frente a la vacua retórica comunista, los opositores contamos con un arma poderosísima: el hartazgo de la abrumadora mayoría de la población con este régimen ya casi sexagenario, que se instaló prometiendo libertad, abundancia y prosperidad, y que sólo ha significado represión, atraso, carestía y miseria. En este orden de cosas, los leones somos los disidentes.
Estoy convencido de que más del ochenta por ciento de los ciudadanos está en contra del sistema (y conste que doy adrede una cifra conservadora). No en balde el cubano de a pie, como regla, se refiere al abominable estado de cosas imperante con un pronombre no exento de desprecio: “Esto”. Si lo anterior es cierto, entonces no es descabellado que aspiremos a que la mayoría de los votantes opten por el “no”.
Tal vez muchos pensarán que estoy delirando, que pienso en una quimera, en un imposible. Que el miedo instilado por el régimen en cada cubano se hará presente hasta en la intimidad de la casilla electoral. A los que así piensen les respondería que, en el caso de nuestro país, incluso la obtención de una proporción mucho menor de votos negativos —digamos, el veinte por ciento— representaría un éxito notabilísimo.
Me explico: En estos casi seis decenios, la retórica del régimen se ha basado en afirmaciones falsas: la generalidad de la población respalda el castrismo; sólo pequeños “grupúsculos” de asalariados al servicio de potencias extranjeras se enfrentan al sistema socialista, y ello por razones mercenarias. Desde luego que, en ese contexto, el voto negativo de un quinto del electorado (es la cifra que he escogido arbitrariamente a modo de ejemplo) demostraría que el supuesto apoyo casi total de la ciudadanía es una mentira más del régimen.
Como es natural, siempre existirá el peligro de que las autoridades electorales castristas falseen los verdaderos resultados del referendo. Frente a esto cabe movilizar a los ciudadanos para que asistan en masa al conteo de los sufragios (un derecho reconocido en la Ley). Además, como cada centro de votación está obligado a publicar en su exterior sus resultados oficiales, también es posible realizar un monitoreo de estos últimos, en un número de colegios que, desde el punto de vista estadístico, resulte suficiente para detectar y denunciar cualquier adulteración significativa.
En fin, no cabe negar que habrá no pocos desafíos y dificultades. Será menester esperar meses o incluso años para que llegue ese momento. Pero sería lamentable desperdiciar la oportunidad de que la oposición pacífica, apoyada por un número representativo de ciudadanos, diga “no” al castrismo y propicie de ese modo el inicio de los cambios que nuestra Patria tanto necesita.
Con información de Cubanet