Comentamos la telenovela cubana del momento, que en nuestra opinión tiene debilidades, pero no es «de lo peor» que se ha transmitido en los últimos tiempos…
Cubana, si tienes cuñado y vive contigo, ¡ojo!, que puede estar al acecho. Al menos, es la moraleja que nos dejan las últimas ¡tres! novelas del patio que, con previsión solidaria, nos «alertan» sobre tan «alarmante tendencia».
Jocosidad aparte, En fin, el mar repite esta y otras tramas, probando que el guionista criollo tiene, como dijimos en su estreno, un perfil estrecho, e insiste en una «realidad» terciada, breve, incluso cuando escoge un escenario «no habitual», como es el caso.
Ahora, no es para afirmar que es de lo peor, como leo por ahí; mucho menos, si la comparamos con la previa, cuyo «triunfo» prueba lo caprichoso que puede ser el gusto.
Como todo es cuestión de fórmulas, cada vez que se quiere establecer un contraste, el público saca a colación Sol de batey (un clásico), Pasión y prejuicio (la mejor de todas) y Tierra brava (muy sobreestimada y con un éxito que aún no logro descifrar). «Ya no hacen novelas como antes», dicen con nostálgica insistencia.
Pues bien. Lamento no sumarme a la añoranza: las novelas cubanas que recuerdo siempre han sido así; palabras más, palabras menos…
Con el tiempo han ganado en ritmo, subtramas e intenciones (sobre todo en los 90, cuando se cuidaron más con la ilusa expectativa de exportarlas).
Pero en materia de guion, puesta y creatividad siempre han estado a la saga y, a pesar de ciertos avances formales, la brecha con su congéneres sigue y crece, pues la telenovela ha evolucionado (y el público, rezagado, eso sí, tiene más opciones y no se conforma ni con las programaciones fijas, ni con la «realidad» como único atractivo).
Y no es una cuestión de recursos. Ahí tienen la argentina, hecha con «dos pesos» y sin embargo logra mantener un mercado interno e incluso conquistar algunos otros.
El video mató el oficio de la TV en vivo (*). Pero no tenía que matar el arte del libreto…
Con una progresión dramática muy tenue, la trama no se percibe, aunque va dando pasitos de tortuga.
Descubrí, no sin sorpresa, que se trataba de un Romeo y Julieta tropical por declaraciones del director. Hasta el capítulo 19, cuando empezó a hervir el caldo, nada lo anunciaba. De hecho, bastante tarde fue, para una trama de 70 episodios.
Un script-doctor (**) recomendaría plantear el nudo en el estreno y adelantar el detonante, quizás extremo, pero aceptable por el género y la forma en que se esbozó: el padre del novio muere en circunstancias dudosas; el padre de la novia carga con las culpas… No solo por unidad estilística y coherencia narrativa, sino para no traicionar al espectador, que no veía venir un giro tan radical. Para recoger hay que sembrar.
Ni siquiera pueden decir que fueron «enamorándonos» de los personajes, pues Marina y Javier han tenido un paralelismo que difícilmente los identifique como pareja, al punto que este dio confusas señales con respecto a Claudia durante todo el inicio.
Por otro lado, el trance entre las familias tampoco se sostiene una vez que se descubre que Justino no mató a Gonzalo (según informe pericial remitido, a contrapelo de la lógica, al ¡jefe de la empresa!).
¿Qué sigue ahora? ¿Cómo atizar los odios de Capuletos y Montescos en la mitad que queda?
No bastan las reticencias de un suegro cascarrabias, ni la ceguera psicosomática de una madre desquiciada. Hace falta algo más, y ese «algo» es el que falta…
También una estructura ascendente/progresiva que resuelva el capítulo con eficiencia.
Como no existe, estos se tejen libremente, situando escenas al azar, sin sistema y van en caída inversa… dicho de otro modo: empiezan «alto», a veces, pero van decayendo…
Las situaciones, abundantes, es verdad, se resuelven en clave menor y sin fibra.
Recuerden a Marina dejando al niño en casa de Omar, porque este lo retiene a la fuerza; parece que viene una tormenta, un gran embate, pero las nubes se disipan pronto: la joven no es enfática –no le da el talento, ni el texto–, sigue una plática mediana y jurídicamente inexacta sobre los «derechos» de cada uno; para terminar conversando como si nada con Javier, tras aceptarlo entre tácita y mansa.
¿Guion o puesta? Ambos.
La revelación del paradero de Cristina tampoco tuvo garra (los veteranos se salieron bien, pero no pudieron suplir las faltas de la dirección y los novatos, Dalaytti en especial); la justificación fue inverosímil, pues irse del país, incluso en lancha, hace tiempo no es ningún pecado que haya que ocultar con leyendas y nebulosas.
Pero nada como la desaparición de Gonzalo dada por elipsis y, por ello, de modo omiso.
El mar, textualmente, se tragó los datos y la tensión de la secuencia. Los personajes discuten, acaba el capítulo sin mayores señas, empieza el otro, en cortes varios vemos el bello mar esmeralda, el barco… y de pronto las ¿búsquedas? ¿De dónde? ¿Por qué?
Siendo un punto muy dramático, la inquietud de Justino y su tripulación se da por referencia. Descubrirlo, orientarse, reaccionar y actuar en consecuencia le sumaría minutos en pantalla –algo vital en una narrativa larga– y nutriría la emoción, materia prima de cualquier telenovela bien escrita.
Cierto es, que el dúo de autores trató de jugar con el misterio de la muerte, pero abusaron del tono novelero, haciéndolo poco creíble y anulando con ello la intriga.
Otra vez el delito no le rinde a la villana, que recibe remesas, está en 500 tejemanejes y trabaja en la fábrica, donde tiembla ante la supervisora (de novela, porque hay pocas así) ¿para robarse dos paquetes de pescado?
La trayectoria de Omar es confusa: primero parece un tipejo violento, capaz de todo para retener a la mujer y al hijo; de hecho, le advierte que no intente llevárselo; pero ella se lo roba, se arma la trifulca, y luego él casi le ruega, invocando sus «derechos».
En general, su rol con respecto a Marina ha decaído y hoy es un personaje sin rumbo.
Directamente ligado a él, el itinerario de Baby no se conecta con la línea protagónica, pues si Marina ya es pasado, no se justifican las intrigas al efecto, ni su solidaridad repentina. Ni siquiera por el natural rapport que se establece de mujer a mujer.
El alambique del alcoholismo no para de destilar melodramas, como no paran las fábricas de ron, ni las frustraciones. Pero ya es hora de ir a otros temas.
En resumen, como pasa muchas veces, En fin, el mar luce más trepidante en los avances que en el capítulo mismo. Y en ello hay responsabilidades compartidas.
¿Qué nos haríamos entonces, si no fuera por las grandes actuaciones de Enrique Molina y Obelia Blanco? (cuya clase se vio en el diálogo tras el altercado en el velorio, en que Molina también se lució, amén de que la escena no estuviera bien resuelta).
Contrario a lo que se comenta en la web, En fin… tiene razonables desempeños.
Empezando por Alberto Joel, un galán de amplio rango que sabe matizar sus emociones. Muy a pesar del papel, francamente indigesto.
La lista la siguen Porto, Belissa (colosal, a pesar de sus pocos años), Yailín, Yazmín, Cruz y Edwin… También Susana, Rolando, ‘Paz’ y ‘Eli’ (cuyos nombres desconozco).
Y es raro en un texto tirando a flojo (con momentos); lo que prueba compromiso con los roles y dirección de actores. Si no la hubo, al menos un fogueo respetable.
La musicalización le resta impacto. Los mismos acordes, omnipresentes, cansones, sin temas de tensión no le hacen justicia a las pocas escenas fuertes y dan aire monótono.
Canciones hay (según Angelito Bonne), pero no las ponen. La del par central se oyó por primera vez en el ¡capítulo 34! A mitad de trama. ¿Para qué hacerlas entonces?
Atizar la polémica en torno de la despedida, es hacer ruido por gusto. Es obvio, que el tema se escogió por su cadencia, no por su letra, ya que nada tiene que ver con el foco de la fábula. A menos que sea un recado de la dirección a las posibles críticas (***).
Sea como fuere, no veo apología al machismo y contra la liberación de la mujer, pues está en tono de ironía.
La imagen sigue mejor en exteriores, que en estudio, a pesar de incómodas tomas en ángulo estilo novela colombiana y al molesto barrido (ya del área de la edición).
Con todo y eso, la novela consigue ser refrescante por momentos, sin el aura depresiva de la anterior, sobre todo con el personaje de Socorro, sus paisajes, cortinas, diálogos con cierto vuelo, por lo cual es complejo hablar de involución como afirma el público.
Su verdadera involución no reside en que esté por debajo de las anteriores (no lo está), en los elencos desfalcados por la inmigración, la desidia o la desprofesionalización del gremio (todo cierto); está en no querer evolucionar –amén de mil factores objetivos– y mantenerse, con afeites, fieles a un modelo que se ha probado ineficiente.
El problema es, justamente, que las novelas las siguen haciendo como antes –lo que en proporción al tiempo y la competencia las hace desfasadas–. Los que no somos como antes somos nosotros (aun y cuando el gusto ande de paseo… y demorará en volver).
(*) Durante los 60 y 70, la Televisión Cubana tuvo una rica producción dramática que incluía dos aventuras, dos novelas, varios humorísticos, El Cuento y el Teatro ICRT; el advenimiento del video-tape hundió al dramatizado en una rutina productiva ineficiente y desgastante.
(**) Consultor de guiones, que señala sus errores y aciertos; rol que en Cuba debían desempeñar los asesores, que no tienen herramientas para ello.
(***) Tanto fue el cántaro a la fuente, que cambiaron el tema de despedida por otro no menos irónico. ¿Mensajes implícitos?
Con información de CubaSí